CENICIENTA LIBERTAD

15.11.2023

UN RELATO DE BEGOÑA GALLEGO

CENICIENTA LIBERTAD

No conseguía apartar mi mirada de aquella mujer rubia que se hallaba sentada en una de las sillas desvencijadas de la sala de interrogatorios. Ella mantenía su vista clavada en el espejo que nos separaba y que le devolvía su reflejo mientras yo, al otro lado, observaba con detenimiento cada uno de sus gestos.

Ella había acudido a la fiesta envuelta en un vestido vaporoso de tul blanco con detalles de encaje adornando cada volante. Una prenda con un escote en V que tentaba en demasía a la imaginación, se encontraba en el límite entre enseñar y mostrar. Desde el momento en el que apareció en el salón de bailes deslizándose con elegancia por las escaleras, no pude apartar mi vista de ella y, a pesar de ese acoso visual al que la había sometido, no había sido hasta este entonces, sosteniendo la prueba incriminatoria en mis manos, cuando había reparado en aquellos zapatos de cristal que ahora lucían manchados con la sangre del príncipe.

Los lugareños la llamaban Cenicienta, yo siempre la había llamado Lucía. Para ellos era una don nadie que carecía de importancia incluso para su familia, para mí era el centro de mi Universo. Ella gastaba sus horas limpiando cada rincón de la casa y atendiendo a sus hermanastras que pretendían matrimonio con la víctima, un lugar que Cenicienta quería ocupar para escapar de aquel tormento que sufría desde muy temprana edad, al menos era lo decían las malas lenguas. Por eso nadie se extrañó cuando la muchacha apareció en el baile, todos conocían sus intenciones tal y cómo conocían las de su madrastra, aquel era un reino pequeño. El murmullo, torpemente escondido tras los abanicos, llenó el salón de baile trayendo rumores malintencionados a mis oídos que hablaban de los delitos que aquella mugrienta mujer tendría que haber cometido para presentarse allí con aquella hermosa vestimenta y esos zapatos de cristal llenos de filigranas que eran una lujosa obra de arte.

Sacudí mi cabeza despojándola de los recuerdos del día de autos. Nadie conocía a Cenicienta como yo. Alcé la bolsa de pruebas que contenía el zapato roto en dos. La giré ante mis somnolientos ojos. Todos habían visto como el príncipe se había acercado a ella con aquel objeto que, Cenicienta había perdido en la huida. Suspiré, sabía a ciencia cierta que, si él no la hubiese seguido, si la hubiese dejado marchar, nadie habría muerto esa noche, ni el príncipe ni el alma honorable de la chica que había hecho acopio de toda su fuerza de voluntad para marcharse del baile sin cumplir con su objetivo inicial.

Yo había podido disfrutar de las tardes junto Cenicienta a la orilla del río mientras ella lavaba las sucias ropas de su sucia familia. Por eso, cuando la vi aparecer en el baile supe con certeza cuales eran sus verdaderas intenciones, conocía demasiado bien su historia. La perseguí en todo momento con mi mirada, no iba a permitir que sus manos se mancharan de sangre. Respiré aliviado cuando decidió abandonar la sala dejando en medio de la pista a un príncipe embobado, que no había dejado de babear por ella en cada compás del vals que compartieron. Todos mis músculos se tensaron cuando el príncipe decidió salir tras ella recogiendo el zapato de cristal olvidado del suelo.

Él llegó a su altura asiéndola con fuerza por el brazo, ella se giró, observándole, intentando mantener a raya la ira que avivaba su sed de venganza. Cenicienta inmóvil, respirando agitadamente, con sus hombros oscilando con cada inspiración y sus pupilas dilatándose mientras unas oscuras nubes ocultaban la Luna Llena llevándose la única luz que alumbraba el bosque.

Alejados de las lucernarias de palacio, con la oscuridad de la noche cómplice de los designios del destino, Cenicienta arrebató con furia el zapato de las manos del príncipe lanzándolo contra el suelo. Se rompió en dos, como lo haría su alma después del siguiente gesto. La chica se agachó, cogió uno de los pedazos y, con un giro rápido de su mano, cercenó el cuello del príncipe del que brotó una fuente incontrolable de sangre que tiñó el vestido de Cenicienta que asistía, inmóvil y sin rastro de arrepentimiento, a los agónicos estertores de aquel verdugo que le había arrebatado la vida a su padre.

Yo había sido testigo mudo del crimen, lo había visto todo con nitidez a pesar de las sombras de la noche, como ahora observaba la bolsa de pruebas girando en mi mano. No podía culparla, las deudas de honor pesan demasiado hasta que son saldadas.

La vida había sido injusta con aquella muchacha y ese día la justicia volvería a darle la espalda. La balanza se inclinaba peligrosamente para condenarla, la sangre en el vestido, en el zapato, sus huellas en el arma homicida, algún testigo inventado… No se me ocurría cómo podía evitarlo.

Suspiré, solo faltaba la confesión de la culpable para sentenciar a Lucía, la dulce niña con la que tanto había jugado de pequeño, con la que compartí tantos cuentos, tantas lágrimas y desesperos. Una confesión, solo una. El ronroneo de esa palabra fue empapando mis neuronas, cargando de valor mis acciones, pura magia en mi mente que atrajo a mi cabeza la solución para exculparla.

Me dirigí a mi mesa, introduje un papel en la máquina de escribir y presioné las teclas una a una para contar mi versión de la historia. Una historia que hablaba de celos, de cómo seguí a Lucía hasta el bosque, de cómo el príncipe llegó hasta nosotros. Contaba que yo la acusé de engañarme y, preso de la ira, arrebaté el zapato de las manos del monarca rompiéndolo contra el suelo y rebanando con el filo del cristal agrietado su cuello.

Releí mis palabras antes de juntar el valor de firmar aquel documento. La tinta azul garabateaba el papel formando mi nombre, sellando mi destino. Posé la confesión en la mesa de mi jefe formalizando con ese acto una cita irrevocable con el patíbulo.

FIN