MI OTRA VIDA

13.06.2020

UN RELATO DE BEGOÑA GALLEGO

MI OTRA VIDA


Suena el despertador, lo apago, retiro las mantas y me estiro. No será un día especial, Desayuno huevos cocidos y café acompañados de un zumo de naranja recién exprimido. Todo exquisitamente servido por el personal contratado a tal efecto.


El agua fría de la ducha termina de despertarme antes de vestirme con mi traje y mi abrigo para disponerme a disfrutar de esta terrible ciudad que empeora día a día con los humos y el turismo que la asedian. Bastón en mano y sombrero en la cabeza, un caballero nunca pasea con la cabeza descubierta, me dispongo a analizar los rostros que diariamente se cruzan en mi camino observando el deterioro que el tiempo provoca en ellos.

Salgo a la calle, mi calle, ancha, ruidosa, franqueada por edificios de fachadas modernistas con decoraciones en yeso en sus paredes a las que acaban faltando fragmentos nuevos cada día. Los humos de los coches, furgones y camiones ennegrecen las fachadas y ya no hay dinero en las casas para que la presencia exterior se conserve. En mis tiempos valía más parecer que ser y nunca se descuidaban las fachadas, ni las de los edificios ni la propia.

Es una calle larga, recta, que deja ver el horizonte sin problema y la gente que se acerca no habiendo lugar a la sorpresa ni a encuentros inesperados. Alzo mi mano sujetando el ala del mismo y con una ligera inclinación de cabeza saludo a dos señoritas que se cruzan en mi camino. Sonrientes, sonrojadas, tapándose la boca con la mano, giran su rostro hacia la carretera evitando el cruce con mi mirada. Tan sólo son dos pequeñas sirvientas camino de sus compras diarias, muy lejos de mi nivel pero de vez en cuando gusto de coquetear con jovenzuelas sean de la clase que sean.

Sigo caminando sorteando cuerpos en la concurrida acera. Me gusta observar los coches, han cambiado tanto cómo la ciudad. Al igual que no se cuidan las fachadas tampoco brillan las carrocerías, son coches ruidosos, retumban los tubos de escape y vibran los cristales por el volumen de la música. Esta ciudad sería mejor sin sus claxon sonando a todas horas, las prisas de sus conductores, los vehículos aparcados en todas partes interrumpiendo el paso y la supremacía que se creen tener sobre todas las cosas. Hemos perdido la belleza de las cosas, no nos importa en un mundo en el que vivimos atropelladamente con un afán excesivo de vivir y superarnos, "todos podemos ser mejores" "viaja para vivir" "No hay límites, tú te pones los límites" Llevamos al extremo nuestras fuerzas, nos creemos capaces de subir el Everest, realizar un maratón, ser Willy Fog, Hércules o lo que se nos ocurra sólo por el mero hecho de desearlo. Maldita sociedad de soñadores invencibles que se creen capaces de todo y se olvidan del prójimo en su viaje a ser más y mejor.

Por fin llego a la plazoleta. Ya no hay árboles. Los han cambiado por arbustos que me llegan a la altura de la cintura y cemento, mucho cemento. Me siento en uno de los bancos de piedra de la plaza. Niños mirando los móviles sin relacionarse con nadie. Ancianos sentados solos disfrutando del aire, palomas acechando las terrazas de los bares en busca de pinchos abandonados a su suerte porque ya no tienen quienes les den de comer, la miseria también ha tocado sus carnes.

Mis piernas desengrasadas protestan al levantarme. Me aliso el abrigo antes de continuar con mi camino hacia la calle peatonal más transitada de la ciudad. Me asedian chicos con chalecos intentando captarme para sus ONG, bastante tengo con solidarizarme conmigo mismo para no perder el glamur. Avanzo sin hacerles caso, me persiguen interponiéndose en mi camino, los aparto aún así mi fuerza no es la de antaño y continúan en mi camino no dejándome avanzar disfrutando del placer de mi paseo. Uno de ellos me agarra el brazo y me tambaleo. Me sujeta para que no me caiga aunque también para que no me escape, se cree que soy presa fácil. Alzó mi bastón y le golpeo, con fuerza, repetitivamente, hasta que me suelta para cubrir su cabeza con su brazo.

-¡Mauricio! ¡Mauricio! ¡Pare, por favor! -Gritaba aquel ser ante mí.

-¡Suélteme, maldito perro flauta! -Insistí, golpeando mientras alguien me rodeaba desde atrás y el bastón se volvía flexible en mis manos.

-Tranquilo, Mauricio, tranquilo. Es Agustín, su enfermero. Deje de golpearle -Susurró una voz masculina en mi oído.

Sentí un leve pinchazo en mi brazo. Una calma me invade. Un suave calor recorre mi cuerpo y mis piernas se vuelven gelatina. Me sientan en una silla de ruedas, acompaso poco a poco mi respiración y las calles, palomas, coches, gente y muchachas desaparecen cómo tantas otras veces fundidas en negro.

FIN