LOS AUSENTES SIEMPRE ESTARÁN PRESENTES

10.01.2021

LOS AUSENTES SIEMPRE ESTARÁN PRESENTES


Eran las once y media de la noche, cuando esa insoportable cena terminó. Odiaba las reuniones familiares. Suerte que ese suplicio solo se daba dos veces al año, el día de la Patrona y el de Nochebuena. Todo el mundo contando las batallitas de siempre; mis tíos las de la mili, la tía el sufrimiento cuando dio a luz a mi prima, que si uno esto, que si el otro lo de más allá. Menos mal que tenía dotes para formarme una burbuja alrededor de mí y hacer caso omiso a esa conversación que, de interesante para mí no tenía nada en absoluto. Lo único bueno de esas reuniones era la gran comilona que nos pegábamos. ¡Qué rico estaba todo!

Además, para añadir leña al fuego, no tenía gente de mi edad por lo que esos encuentros se hacían interminables. Pero, claro, ¿cómo escabullirse de algo así? Bueno, podría haberme puesto "enferma" de repente, pero el miedo al carácter de mi padre me hacían desistir de la idea. Se hubiera dado cuenta enseguida, nunca se me había dado bien la mentira, se veía a la legua cuando intentaba engañar a alguien. Como aquella vez que, debido a no haber estudiado copié en un examen y la profesora me pilló. Por mucho que le dijera al preguntarme que no escondía nada en mis bolsillos, mi voz y mis gestos me delataban así que llamó a mis padres. Ahí fue donde comprobé como se las gasta mi padre y me dije que nunca más. Por descontado, mi madre intentó mediar, y luego terminaron discutiendo los dos.

Bien, volvamos a la cena. Decía yo que ya habíamos terminado, así que nos sentamos para echar una partida de cartas, como también era tradición. Mira, esa parte sí que me gustaba. Por lo menos jugar era entretenido, aunque nunca ganara. El que solía llevarse siempre, o casi siempre, el gato al agua era mi primo mayor. No sé cómo se las apañaba. Cuando terminamos la partida le pregunté, y me dijo que no hay que jugar por jugar, sino que hay que jugar y pensar, anticiparte al adversario, tener memoria y acordarse de las cartas que han salido, y las que no. Madre mía, pensar. ¡Pero si yo jugaba por el simple hecho de divertirme!

Al acabar la timba era el momento el cual unos se tomaban la última copa o se despedían hasta la próxima. Mientras yo ideaba un plan para poder escabullirme sin ser maleducada, ya que mi único rato de asueto había acabado, se me acercó mi tío y me preguntó qué me pasaba, me notaba rara. Le dije que nada, que simplemente estaba cansada. Me siguió mirando con aires interrogantes y, en ese momento, se acercó su mujer y me espetó:

-No soportas las reuniones familiares, ¿verdad? -La mire sorprendida. ¿Tanto se me notaba?-. Tranquila, , yo también he tenido tu edad, y tampoco las soportaba y eso que ella por lo menos había tenido la fortuna de tener una hermana solo un año mayor que ella, contando así con una aliada. Aún con esas, seguían siendo veladas igual de tediosas e interminables, te lo aseguro.

-Anda ven, que te voy a comentar algo-Me dijo mi tía, mientras caminábamos hacia la ventana del salón-. Ahora no te das cuenta, pero llegará el día que esto te hará percatarte de lo buenos que son estos momentos. Observa a tu alrededor. Aún estamos todos aquí, pero llegará ese día en el que empezará a faltar gente, a sobrar sillas, a no hacer falta platos, ni vasos ni cubiertos. Mira el abuelo, pobre, ni se tiene en pie. Se le va la cabeza por momentos, y no digamos ya su capacidad respiratoria. Hoy le ha venido bien justo acompañarnos durante la cena. A saber si para la patrona podremos disfrutar de su presencia. Hoy, mal que bien, hemos podido tenerle ahí, pero a saber el mañana qué nos depara. Por descontado, no solo te hablo del abuelo, sino también del resto. La vida es así querida y ya va siendo hora que lo sepas. La vida es ese afluente que nos lleva al río de la muerte y, mientras no hemos desembocado en ella, debemos disfrutar y aprender de todo lo que nos brinda. Gocemos de la corriente las alegrías y aprendamos también de la contracorriente de las tristezas. Pero, en la medida que podamos aprovechar y gozar juntos, aprovechemos.

Un cuarto de hora más tarde, se había ido todo el mundo y yo me dirigí a mi habitación. Me puse el pijama, fui a lavarme los dientes y me acosté. No podía conciliar el sueño, las palabras de mi tía supieron darme donde más me dolía. Quería al abuelo como a nadie en el mundo. Él me enseñó a montar en bicicleta, me hizo esa cometa rosa con el dibujo de un elfo, me construyó mi casita de muñecas. Me cantaba canciones y me narraba las historias más inverosímiles que se puedan imaginar. Aunque, claro, yo solo era una cría y me creía todo lo que me contaba. Porque, cuando somos niños, nos lo creemos todo, ¿verdad? Lástima que luego esa inocencia la perdamos, o nos la hagan perder.

De repente, noté que unas gotas saladas empezaban a brotar de mis ojos. Cerré los ojos y volví a mi niñez. A ver a mi abuelo en todo su esplendor y, aún con los ojos cerrados, me instalé hasta la actualidad y volví a verle con sus actuales achaques. No lo pude evitar, y mis lágrimas acabaron convirtiéndose en un llanto descomunal. Lloré hasta no recuerdo cuando porque, supongo que del agotamiento de la propia tristeza, me quedé profundamente dormida.

Pasaron las fechas navideñas y todo volvió a la normalidad. Bueno, casi todo. De vez en cuando, seguía pensando en las palabras de mi tía, y sacaba del interior del baúl de mis recuerdos vivencias que ya no volverían, momentos e instantes que habían quedado atrás.

Una tarde al llegar a casa, después del instituto, me dirigí al trastero. Agarré la caja donde se guardaban todos los cachivaches de cuando era cría. Saqué mi cometa, mi casita de muñecas, y la bajé al salón. Allí estaba mi madre, dándole la merienda al abuelo, la cual a esas alturas era una papilla de cereales. Es lo que tiene, empezamos siendo bebés, y terminamos siendo bebés. Me acerqué, y le pedí a mi madre que me diera el cuenco, yo se lo daría. Me miró sin comprender pero no puso objeción alguna. Fui dándole cucharada a cucharada, lentamente para que no se atragantara y, al acabar, le mostré mis tesoros. De repente, una media sonrisa apareció en su rostro, mi madre no daba crédito. El abuelo hacía siglos que nada le hacía sonreír. Diez minutos después, se durmió.

Se durmió y no volvió a despertar. La tristeza de todos fue enorme, pero la mía fue abismal. Sabía que tenía sus años, que le había llegado su hora como se acostumbra a decir, que estaba mal. Como muchos decían, más vale así, el pobre ha dejado de sufrir. Pues bien, llamadme egoísta si queréis, pero yo en ese momento no opinaba igual. Con sus dolencias, sus sufrimientos, padecimientos...quería a mi abuelo ahí, sentado en su sillón marrón, con su manta a cuadros sobre las piernas y su mirada ausente.

Pasó el tiempo y llegó la patrona, otro día de reunión familiar. Días antes volvieron a mi mente las palabras del ágape anterior y tomé una decisión. Tomé la determinación de escuchar batallitas, de narrar las mías y de reír junto a los míos. El discurso de mi tía me había hecho pensar, y mucho. Pero, lo que en verdad ayudó a mi cambio de parecer, fue ver el sillón del abuelo que, a petición mía, no se había retirado. Mi madre quería donarlo a una institución benéfica con el resto de pertenencia. Insistí que, al menos un recuerdo, tenía que quedar de él. Sí, lo sé, mi madre también me lo dijo, su recuerdo estaría ahí igualmente, pero al final me salí con la mía.

Al acabar la cena, y antes de dirigirnos a echar la tradicional timba, sugerí que esos encuentros no tenían porqué ser solamente en Nochebuena y la Patrona, y que sería estupendo vernos más. Nadie daba crédito. Lo noté por la cara de pasmo que puso todo el mundo, menos mi tía claro. Les dije que miraran el sillón, y que intentaran comprenderle. Si no sabían los motivos de mi iniciativa, seguro que él sabría dárselos.

Un mes más tarde volvíamos a estar todos juntos, junto al espíritu del abuelo, reunidos a la mesa.

FIN