EL ASTRACRIMEN

15.05.2021
UN RELATO DE ESTELA ANDREU


Cuando el caso, denominado por los medios «El Astracrimen», llegó a la comisaría, ninguno de mis compañeros, ni yo, éramos conscientes del protagonismo que cobraríamos ante la prensa. Comprensible, una persona capaz de inyectar grandes dosis de la famosa vacuna en unos Ferrero Rocher, con el único propósito de ir aniquilando gente a diestro y siniestro, era un caso digno de ser estudiado y, cómo no, merecedor de grandes titulares. Ya nos preparábamos para las continuas visitas del especialista en sucesos, Juan Sarce, capaz de vender a su propia madre por un buen titular. No es necesario decir que, semejante sujeto, me daba vomitera. Pero, a palabras del inspector jefe, seamos «políticamente correctos».

Al menos, o eso era lo que nuestra mente tenía en su interior, sabíamos que el asesino, o asesina, formaba parte de ese núcleo de personas con fácil acceso al fármaco en cuestión. El planteamiento, desde el principio, fue ir en esa dirección. Buscar al culpable entre esos ricos bombones de chocolate, ni siquiera pasó por nuestro cerebro.

Estaba ensimismado, pensando, al parecer, en voz alta, porque se acercó Tobal, el chico de los recados.

-No tiene porqué ser alguien familiarizado con la vacuna. Mira, Sergio, si te paras a pensar, podría ser yo mismo -Accionó la palanca de su silla de ruedas, y se dirigió a la fotocopiadora-. Por cierto, ¿te traigo otro café? Eso sí, en cuanto termine con esto.

-No tiene porqué ser alguien familiarizado con la vacuna. Mira, Sergio, si te paras a pensar, podría ser yo mismo -Accionó la palanca de su silla de ruedas, y se dirigió a la fotocopiadora-. Por cierto, ¿te traigo otro café? Eso sí, en cuanto termine con esto.

-No, gracias, ya he sobrepasado la dosis de cafeína esta mañana. ¿A qué te refieres?

-Fácil. Planteáis el caso desde un solo prisma. O puede que varios, pero en una misma dirección: sanitarios, por hablar de forma resumida. Se os olvida todo el personal de barcos, aviones, mensajería...por ellos también se ha paseado la Astrazéneca. Y, pensándolo detenidamente, saldrían muchos más, pero así ya nos entendemos.

De golpe y porrazo, las palabras de mi compañero complicaban el asunto porque, a todas luces, tenía razón. Hasta el momento, el cuerpo policial, a iniciativa propia o por órdenes del fiscal o del juez, investigaba a todo aquel que trabajara en un hospital. Tobal, tenía razón, se nos pasó por alto lo demás.

Me dirigí al despacho de mi superior, entré sin pedir permiso y le escupí las palabras de mi compañero.

-Bien, ¿qué me dice? Pienso que tiene razón. El abanico de posibilidades es mucho más grande. -El inspector seguía en silencio, parecía que estaba en trance-. ¿Me ha oído?

-A la perfección. Sí, y ya lo teníamos en cuenta.

Por su mirada, supe que mentía, pero las ideas, claro está, no podía tenerlas otro. Los méritos, fueran los que fuesen, debían provenir de la misma fuente.

-Entonces, ¿cuáles son ahora las instrucciones? Lo digo para informar a mis subordinados.

-Convocaré otra reunión, mañana a primera hora, y les informaré sobre el particular.

Tobal contó las fotocopias realizadas, por si faltaba alguna, accionó el botón de su silla de ruedas y se dirigió a la mesa. Quizá, dar pistas, era un error, pero, le divertían estas cosas. Era un policía frustrado, a quién por culpa de un accidente debía conformarse en trabajar en una comisaría. Le gustaban los acertijos; así que, un día, decidió ser uno de sus protagonistas.

De repente, oyó a su estómago rugir y, para engañarlo hasta la hora de comer, sacó un Ferrero del bolsillo de la chaqueta, y lo saboreó lentamente.

FIN